Por: Nancy López Salais
Es medio día del domingo y mi estómago comienza a crujir reclamando un desayuno tardío, así que mientras el horno brinda calor a los alimentos abro Facebook para perder un poco el tiempo, calmar las ansias y ver qué hay de nuevo en el mundo virtual, escroleo poco menos de cinco minutos: gatos, frases motivacionales, noticias desalentadoras y de pronto aparece ella, llama mi atención la mirada de una mujer indígena que posa frente a la cámara; ya es mayor, su rostro se aprecia triste, cansado, y no porta más atuendo que su torso al descubierto. Hago un click en el post de la revista Pie de Página y el título que se despliega es: “Hey muchacha te quiero tomar unas fotos” (https://cutt.ly/IKuPLtO). Comienzo mi lectura motivada por la curiosidad de saber quién es la mujer de la foto, sin advertir que pronto mi hambre se desvanecerá entre las líneas de ese texto.
El autor es Misael Habana de los Santos y cuenta la historia de cómo Mario Mutschlechner, fotógrafo alemán “inmortalizó” la imagen de una niña indígena de la Costa Chica oaxaqueña con el torso desnudo en una fotografía que sería la portada de la publicación Ñundeui, al pie del cielo editada por Conaculta. La historia se narra engarzando las historias de vida del fotógrafo y la muchacha que “Hace 54 años lo hizo con la inocencia de una niña sin saber que estaba frente a una máquina fotográfica”. Retumba en mí la frase “máquina fotográfica” casi presagiando lo que a continuación sería una serie de comentarios lisonjeros al trabajo de Mutschlechner, a quien el autor compara con “Gauguin”, y que maravillado con la gente del lugar, señala que deseaba captar “la belleza y la inocencia, de sus madres y abuelas”, y hacer “un ensayo fotográfico”.
Una mueca se dibuja en mi rostro acompañada del presentimiento de que esto quizás será otro lugar común, un cliché de la antropología de antaño: un europeo maravillado con la inocencia de un pueblo mixteco, “un paraíso tropical”. Esto no huele bien y no es el desayuno. El timbre del horno aún no suena, no pierdo el ánimo y tengo tiempo, quiero saber si en algún momento la mujer de la foto aparece en el relato.
“…le tomé unas cuantas fotos y me fui. No supe de ella nunca más, ni siquiera supe su nombre. Después la bauticé como Candelaria, que me parece un nombre típico de las mujeres de la región”. Un nombre genérico, una niña sin nombre, sin identidad, casi un objeto que retratar, extraer y retirarse, la historia de occidente. Cavilo mientras frunzo el ceño y continúo “fue un encuentro muy emotivo. Lo que buscaba eran muchachas guapas, bellas, buena luz y una átmosfera pacífica…”.
Misael, el autor de la nota, encuentra a esta mujer 54 años después y revela que se llama Margarita Martínez y tenía 13 años en ese entonces, posteriormente recoge su testimonio, le toma fotos y una de ellas es casi una réplica ociosa de la original, pero al menos en este punto la “top model”, como la llama él, tiene nombre, apellido, identidad, y mejor aún, tiene voz y cuenta su historia en el relato. Margarita recuerda así su primer encuentro con Mario Mutschlechner a finales de los años sesenta:
“…pasaba por el río el fotógrafo y se queda mirando c[ó]mo las tres (niñas) jugábamos chirundas con el agua del arroyo. Le dijo a una de ellas: ‘ven, quiero agarrar tus chiches’. Le dije: ‘ven, si quieres aquí hay muchas piedras’. Ya no se acercó… porque si hubiera ido, le doy con la piedra en la cabeza’. La fotografía de la portada del libro vino después”.

Hago una pausa y leo de nuevo ¿leí bien? Sí. En efecto, Margarita recuerda ese encuentro con el hombre que se aproximó no con la buena intención de fotografiarlas, sino de tocarle a una de ellas los pechos. Y aunque aquél hombre blanco no la intimidó y por el contrario respondió ingeniosa y valerosamente, es claro que para ella fue todo menos un encuentro emotivo, como lo recuerda él. Poco después del episodio del hostigamiento ella recuerda que “llegó a su casa y que les dio el saludo…‘pero yo tenía miedo de ver a un señor que no conocía’. Él me dijo, ‘hey muchacha, te quiero sacar unas fotos’ y cuando le enseñaron la famosa foto tiempo después su reacción fue: “Yo le dije: ‘¿qué estoy loca?, ¿Para qué quiero yo eso? Enrollé el papel, la hice pedazos y lo eché a la lumbre”. Nunca le menciona a Misael su desagrado, pero no hace falta, él parece percatarse del tema por lo que pronto repara en que:
“Mario ha sido acusado de voyeur. Él se defiende y reconocidos intelectuales como Carlos Montemayor salieron a la defensa del fotógrafo valorando su trabajo de preservación, casi antropológico en esta región”.
¡Ah, perfecto, no hay de qué ofuscarse, ya podemos seguir desayunando tranquilamente, porque si Montemayor y otro conjunto de señores intelectuales dicen que este hombre no es un voyeur, no hay por qué detenernos en el testimonio de una mujer indígena que sin más rodeos detalla lo que fueron ejemplos evidentes de ejercicios de poder: acoso, pedofilia y racismo!
Como si en el pasado el agravio normalizado por la cultura machista no fuera suficiente, el autor anula el recuerdo de Margarita y recurre al pacto patriarcal para encubrir la falta de Mutschlechner, al referenciar el reconocimiento de las grandes autoridades de la intelectualidad masculina al “trabajo”, por no decir la expropiación cultural, de este alemán.
En este punto, con el estómago vacío pero empachado de cólera, por decir poco, me pregunté: ¿Qué intentó en este texto Misael Habana? ¿En qué estaba pensando? No lo sé con exactitud, pero a mí me deja un muy mal sabor de boca, porque al igual que el fotógrafo que hizo uso de la imagen y la historia de esta mujer para crear una obra autocomplaciente, Misael Habana de forma obcecada, quiero pensar, réplica el mismo acto en este artículo. ¿Cuál fue el objeto de buscarla e ignorar sus palabras, para qué darle voz si iba a silenciar el abuso al priorizar el prestigio de un fotógrafo alemán avalado por otros hombres, blancos, de la élite intelectual? Ambos desde una posición claramente ventajosa, privilegiada, usaron a Margarita para su propio beneficio, uno sin ni siquiera preguntar el nombre, pedir permiso y dar crédito en el álbum y el otro en su reportaje medio siglo después, normaliza, invisibiliza e invalida un testimonio serio de abuso haciéndolo pasar como un simple comentario anecdótico. Ambos, en el pasado y el presente se aprovecharon de la triple posición de desventaja de ella: mujer, indígena y pobre y con nulas oportunidades de interpelar por los agravios al ser parte de un sector de la sociedad históricamente vulnerado y racializado.
La vida de Margarita transcurrió como la de otras mujeres mixtecas estos años, la foto de su infancia impresa en la portada de un álbum fotográfico de poco le vale, su nombre no aparece en él, no hay regalías, ni reconocimientos a la protagonista de la fotografía. La mirada de Margarita ya no es aquella llena de altivez e inocencia, ahora refleja el cansancio de quién vivió una vida de pobreza, violencia por parte de su padre y también del padre de sus hijos, como ella misma lo narra.
El texto aludido representa un total desacierto en estos tiempos en los que se hacen múltiples esfuerzos a contracorriente desde distintos frentes para combatir y cambiar males sociales tan profundos y dañinos como lo son el machismo y el racismo, desde mi parecer esperaba mucho más agudeza desde medios de difusión como la revista digital Pie de Página que se propone como un espacio de reflexión cuya linea tiende al progresismo periodístico poniendo de relieve problemáticas relacionadas con los derechos humanos. En fin, creo que me quedo corta en el análisis pues la nota se ofrece para mirarla desde varias aristas, a decir: violencia de derechos humanos y género, machismo, desigualdad, racismo, extractivismo cultural, y varios etc., y que exhorto reflexionar desde una mirada más aguda.
A pesar del desatino insensible de la nota, que dicho sea de paso terminó por quitarme el apetito, conocer quién es Margarita Hernández y su gran valentía ante la vida es sin lugar a dudas con lo que mejor me quedo y el mayor aporte del reportaje de Habana. La historia de Mama Lancha como la llaman en su pueblo, me importa, sí importa.