Por: Karla Motte
Quienes nos formamos profesionalmente en la Historia aprendimos a obtener información de fuentes originales, hacerle preguntas a esas fuentes, analizar críticamente su origen, veracidad e intenciones, interpretar los datos que obtenemos, contrastar nuestras hipótesis con las de otros colegas, crear narrativas a partir de lo que investigamos y dar a conocer los resultados de esas pesquisas en diversos espacios.
Todo ello, es justo decirlo, enmarcado en un entorno de creación de conocimiento que es muy generoso pero al mismo tiempo, adolece de los problemas relacionados con la política científica de nuestro país. Se hace investigación en licenciaturas, maestrías y doctorados que muchas veces no sale de los pequeños espacios estudiantiles.
Cuando egresamos, no contamos con espacios para dar a conocer ampliamente lo que hacemos y tampoco contamos con herramientas de comunicación. Muchas de esas investigaciones nutren y suman puntos a instituciones, profesores y sinodales, y se van al olvido de la ciencia cuantitativa, basada en un modelo neoliberal en donde importan más los números que socializar el conocimiento.
La Historia, que es imprescindible para la propia identidad individual, colectiva y social, resulta especialmente importante para las personas, pueblos, grupos y organizaciones. Difundirla es un trabajo que desafortunadamente no se contempla como parte importante de la producción científica, y eso ha repercutido en la incorporación de personas no especialistas.
Asimismo, la Historia nos pertenece a todas y todos, no hay personas no acreditadas para hablar de ella. Sin embargo, también ocurren abusos que tienen que ver con la manipulación alevosa con fines políticos, o más simples y que tienen qué ver únicamente con el lucro. En este panorama, ¿qué responsabilidad tenemos las y los profesionales, al no lograr cuajar propuestas de largo alcance para difundir o divulgar?
Debatir sobre el tema es nodal, para de forma constructiva acercarnos críticamente a nuestra labor.